13/6/19

Narración - Ciencia ficción - Ferran Aisa


UN MUNDO SIN AMOR 
(Un cuento de ciencia ficción)

FERRAN AISA



Un edificio gris, achaparrado, solo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada principal, las palabras: “Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres”, y un escudo, la divisa del Estado Mundial: “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.

                                                                                                          Aldous Huxley,

                                                                                                         Un mundo feliz



La sala de programaciones de la computadora central había quedado vacía, solamente Astrid permanecía en su rincón de siempre poniendo en orden las nuevas fichas; el control era severamente preciso. Control y precisión eran las principales normas de la oficina del Sistema… Por el Teleprogramador interno de la oficina comunicaron a Astrid que se personara en el despacho del Programador Principal.

-Otra vez su turno, querida Astrid.

-Sí, como en la oficina somos pocos…

Cada departamento de oficinas del Sistema guardaba un horario de seis horas diarias; por las tardes uno de los empleados se quedaba en la oficina como retén; a veces había que solucionar casos de urgencia y, naturalmente, hacía falta la experiencia de uno de los avanzados en el estudio de Control y Precisión.

-Tenga estas fichas para clasificar en la sección Beta y tráigame el expediente de -dudando miró hacia unos apuntes…- Albert Rubiroff, el profesor Rubiroff.

Astrid, buena conocedora de su oficio, revisó rápidamente entre los miles y miles de expedientes y halló en un santiamén -gracias a uno de los botoncitos del programador- el del profesor Rubiroff; intuitivamente leyó para sí la portada del dossier teleprogramado en la pantalla: “Albert Rubiroff, Berlín, 56 años, de origen judío, profesor de Historia y Civilizaciones en la Universidad Central del Nuevo Sistema de Vida…”

El Nuevo Sistema de Vida contaba solamente -si no es mucho- 251 años de existencia. La gran hecatombe del año 2.130 de la Era Cristiana marcaba el fin y el comienzo de una nueva Era donde, por fin (sueño humano perseguido y perseguido) el Hombre alcanzaba el supremo grado de Supercivilización; hombres supercivilizados, la supercivilización estaba en marcha, para lograr sus objetivos debía oponerse sobre todos y además sobre todas las cosas, normas, costumbres, tradiciones, leyes, morales y un largo etcétera que fueron la acumulación de tantos siglos de idiotez, cinismo e hipocresía. Los hombres nuevos de un mundo nuevo valiéndose de las conquistas del intelecto humano en su campo científico y psicológico, habían hallado nuevas formas para dominar y controlar todas las acciones, sentimientos, pasiones (…) del ser humano.

La cibernética y los dominios en el campo nuclear hacían posible nuevas formas de vida…, con la normalización de la informática y con los nuevos cerebros electrónicos, el nuevo hombre podía permitirse el lujo de vivir sin esforzar ni un mínimo su mente ni incluso su cuerpo. ¡Ohm sí!, en este nuevo mundo creado por el hombre, éste no tenía ni tan siquiera que esforzarse para pensar, pues los modernísimos cerebros electrónicos los hacían por él, así rezaba el slogan doctrinal del Nuevo Sistema: “La Máquina electrónica trabaja y piensa por el hombre, la dignidad del hombre es grande sin las míseras explotaciones de antaño.” ¡Oh, sí!, el hombre -tal vez- se había convertido o estaba en camino de convertirse en esclavo de las máquinas, máquinas creadas por el propio intelecto humano. A la postre el hombre se convertía en esclavo de la inteligencia del hombre y por lo tanto todo, aunque diferente, volvía a ser como antes, como siempre. Los nuevos soñadores, locos libertadores, acariciaba la ilusión -casi utópica- de liberarse de las máquinas, pero…, el stablishment oponía fuerte opresión, y los chiflados saboteadores de la felicidad eterna eran condenados a terribles castigos. ¿Es inextinguible esa raza rebelde que siglo tras siglo lucha por reivindicar unos tangibles derechos humanos?

La fría, perfecta, calculadora mujer -Astrid- entregó el dossier del profesor Rubinoff y de nuevo volvió a su quehacer entre fichas y tabulaciones. El expediente de ese rebelde del sistema descansaba sobre una caja especial hecha con fibra de vidrio, en espera de ser colocada en la máquina extractora y lectora. El expediente constaba de mil quinientas hojas o tablillas sintéticas especiales para el uso de perforadoras, extractoras, lectoras (…); con los nuevos sistemas informáticos, adelantos técnicos, para escribir o incluso leer, o mejor dicho, para descifrar cualquier escrito, era imprescindible una de esas máquinas que dormitaban en este centro de control y precisión. Las máquinas extractoras se cuidaban de seleccionar los pasajes del expediente solicitados por el programador, mientras que la máquina lectora cuidaba -naturalmente- de descifrar o leer las perforaciones. Los programadores programaban los expedientes con claves diferentes para cada uno de ellos, que solamente eran descifrables con una de esas máquinas reproductoras -nombre exacto de estas máquinas que Astrid manipulaba-. Las letras, bueno, las perforaciones clave grabadas en las hojillas sintéticas quedaban en espera -archivadas- de ser interrogadas, descifradas… ¡Oh!, el curso de la vida había girado sus más de noventa grados de latitud, en estos últimos doscientos cincuenta años del nacimiento de un nuevo mundo hecho -construido- encima de las cenizas de tantos siglos y de tantas civilizaciones…, sí, estos dos siglos y medio de nueva supercivilización habían logrado cambiar la faz de la humanidad, pero la vida… ¡Oh, humana conjetura vil de tanto supercivilizada!

El invento de Gutemberg -¡oh tiempo!- se había convertido en una más de las piezas de museo existentes -arcaicas y deformes- que habitaban en el Museo Central de Lausana. La letra impresa había desaparecido del globo terráqueo, del mundo civilizado, y solamente los arcaicos sabían descifrar aquellos jeroglíficos de la antigüedad tan cercana a la gran hecatombe que dio paso a la nueva sensibilidad supercivilizada. ¡Oh, mundo!, ¿pero, a dónde vas? (…) Nadie lo sabe.

Los únicos libros, escritos o manuscritos que aún se conservaban -por suerte humana- sin haber sido destruidos por los bárbaros de la nueva sociedad, se hallaban recluidos entre barrotes (¿tanta maldad siembran los pobres libros?); en la Universidad Central de Altos Estudios sobre Civilizaciones y Culturas Antiguas (se consideraba antigua toda cultura anterior al año anterior de las nuevas luces), miles de libros de estas épocas antiguas permanecían almacenados, cobijando en su haber polvo y olvido, pasto de ratoncillos asustadizos y cobijo de arañas juguetonas. Los libros en la sombra de cruel destierro (mas no hay que decir nunca injusto, pues estas palabras casi tópicas rimas y consuena con relativismo: lo que es bueno para unos es malo para otros y viceversa). Muy pocos, poquísimos, tenían acceso a esas amplias naves que guardaban en silencio, silencio tan sepulcral como en un cementerio, tantas y tantas viejas, antiguas, grandes, nobles, bellas sabidurías e historias de aquellos tiempos que sin ser tan malos como muchos creían, habían concluido con la siniestra hecatombe mundial. ¡Oh!... Aquellos tiempos hoy ya no eran ni tan siquiera Historia sino -tan sólo- olvido elevado a la pureza de un lavado de cerebro efectuado a la séptima potencial de una verdad.

Cuando se iniciaron los prolegómenos -con el real poder del Nuevo Sistema de Vida- del cambio radical después de la gran hecatombe que mermara las facultades de todas las grandes potencias, quedando éstas anuladas al completo, con la llegada de los nuevos señores de la guerra -guardianes del orden establecido- cuidaron con sumo detalle y delicada precisión el ocultar y silenciar toda aquella belleza creada por el propio hombre y denominada arte. Arte es un manifiesto espontáneo de los humanos; toda obra de arte pertenece a la humanidad.

Pronto los nuevos caciques extirparían con sus métodos antiartísticos toda raíz cultural y artística. Ellos se consideraban los salvadores y como a tales, el pueblo les debía acato y obediencia. Las pocas obras que habían logrado salvar el pellejo (digámoslo así) fueron confiscadas, en el Museo Central al que muy pocos tenían acceso, pero entre los que tenían libre acceso se hallaba el profesor Rubiroff. ¡Oh, la gran hecatombe del año 2.130 había sido terrorífica, devastadora!... El nuevo lema terrenal -grabado en la mente turbulenta de los nuevos paladines- sonaba a terrorífica, inquisitorial. Pobre humanidad; tras la gran hecatombe fue cruel la venganza sin motivo de los que ni vencieron ni tampoco perdieron, pero que se aprovecharon de la bellísima ocasión que el azar les brindaba -regalo maravilloso- para cambiar de una vez por todas la faz del mundo. ¡Oh, el bestial lema del Nuevo Sistema de Vida sacudía los tímpanos de los hijos del pueblo con más potencia que cien bombas de hidrógeno! ¡Oh!... “Destruid el arte, destruidlo todo…” ¡Oh!... Luego pasó el tiempo e incluso destruyeron la palabra arte. Los nuevos bárbaros de la era cibernética no se apiadaban de nada, y gritaban: “No dejéis piedra sobre piedra… Muerte a los creadores…” La teoría destructora después de la gran destrucción no podía ser más explícita que con estos nuevos lemas.

El hombre que crea es un hombre en pleno uso de razón y conciencia; sus verdades -por regla general- se oponen sistemáticamente a las consideraciones oficiales, por lo cual se convierte a los ojos del stablishment en un enemigo mordaz que siembra con sus actitudes y con sus obras rebeldía, rebeldía que minan el cerebro de las juventudes.

El artista es ídolo del pueblo, en sus mágicos espejos se miran muchos inocentes y las ideas que conciben estos impostores -virus malicioso- en una sociedad que aspira a ser modelo según los educandos -perturban la buena marcha y la buena labor de un estado educativo… Un artista que desarrolla una obra ideológica o filosófica, por ejemplo, dándola después a conocer al público, es un serio y verdadero peligro, pues con sus avanzadas o retrógradas ideas puede ayudar a cambiar las de los demás y no es lo mismo ver la vida en color rosa que verla con su verdadero color. ¡oh, color sin color!...

Las nuevas juventudes desconocedoras -por su educación establecida- de toda otra verdad, educados para una vida cibernética: limpia y feliz, lejos de las falsas libertades, lejos…, están preparadas para alcanzar la felicidad, felicidad (¿…?), sí, felicidad. ¡Ah, pero esos jóvenes son tan frágiles como el vidrio! Jóvenes fáciles de convencer, fáciles de ser perturbados en sus ideas si se les martillea con propios métodos cibernéticos constantemente el cerebro con esas ideologías repugnantes a ojos del nuevo sistema. Nadie -en la nimiedad de su soledad- podrá desbancar con sus ideas basadas en cuatro tonterías de una vieja historia hecha de ocho cuartos, el soporte de ese nuevo status quo. Por eso, nada más que por eso, hay que destruir las obras de arte y demás bobadas que hacen esos locos llamados artistas, plagiando a la Naturaleza y a sus leyes más esenciales. El creador artista debe ser regenerado y depurado en las nuevas ideologías y para tal uso se han inventado lavacerebros que actuarán en los centros de rehabilitación previstos por el estado para regenerar al individuo.

En las dos últimas centurias el hombre había realizado un profundo cambio fundamental desde la misma raíz, el triunfo del nuevo orden era casi total, pero aún quedaban por conquistar ciertos caminos siempre inseguros, mas la victoria total estaba muy cerca, muy cerca, esto, claro, en boca de los mandarines de la organización mundial…

El Nuevo Sistema de Vida no tenía una filosofía pura como tal, per sí contaba con ciertas normas especiales basadas más bien en la cibernética que en el propio ser humano; el hombre se deshumanizaba al civilizarse, mejor dicho, al tecnificarse por completo.

Si en el Nuevo Estado Mundial la informática tenía una importancia primordial, no era menos el poder y valor de los laboratorios que esparcidos por los cinco continentes formaban el primer centro de vitalidad del planeta. En los laboratorios se creaba vida, se

Rehabilitaba a los nuevos seres creándolos con la máxima perfección, del nacimiento a la defunción vivirían sin sufrir enfermedades y estabilizándose en un normal aspecto de juventud y vigor. Nadie era inservible, todos los seres eran creados con una misión especial: laborar en pro de la comunidad. Total: la vida avanzaba quemando etapas, nuevos caminos e insospechados rumbos para el ser humano, pobre ser humano siempre engañado, siempre, aunque ahora -en consuelo- apenas sabía que era engañado…

La Historia es fiel a la Verdad, sublime verdad que jamás existió, pero los miles de duendes que hacen y deshacen a su antojo el embrión histórico, se habían comido la razón histórica y humana de ser sobre todas las cosas, de sentirse en el tiempo, de fluctuar en el espacio de lo invisible, de vivir por vivir, de (…); tendidas las nuevas trampas el siempre abatido ser humano picaba una y otra vez en el mismo anzuelo.

En los verdes céspedes de la Universidad Central de Historias, Civilizaciones y Culturas Antiguas, florecía cada mañana de ese benévolo otoño la plática dulce, armoniosa, apasionada de un maravilloso Hombre, sí, Hombre sobre todas la cosas, hombre que no se contentaba en saberse hijo autómata de un mundo que no conocía de guerras, ni de odios, ni de enfermedades, ni de miserias, pero que -a pesar de tantas cosas- no conocía todavía de felicidades ni de goces supremos: el amor y el placer habían desaparecido como tales. ¡Oh, la felicidad, la suprema felicidad, la perseguida felicidad! ¡Oh, la eterna felicidad, la eterna búsqueda del hombre proyectándose a sí mismo en los demás!

El hombre no era feliz ni con guerra ni sin guerra, ni con enfermedades ni sin enfermedades, el hombre, vaya, vaya, calamidad: siempre igual e imperfecto, siempre insatisfecho, siempre… El hombre…, el hombre ni con Dios ni sin Dios lograba alcanzar el divino goce de lo eterno temporal. ¡Ah!, sí, el problema era arduo de resolver pero ni con la experiencia de cinco mil años de Historia, ni con un millón de años, ah, tantos siglos echados al saco de los desperdicios y quemados al fuego inquisitorial de los nuevos hijos del planeta por tan sólo un capricho generacional de los nuevos tiempos supercivilizados que han de durar para toda una eternidad…, la eterna papeleta de la humanidad sigue sin solución: ¡Oh!, ¿la historia de la humanidad es un caso sin solución?

Sí, quizá, ni con el principio fundamental de todas las cosas resolveríamos el difícil problemita, la vida es cruel, muy cruel. Una docena de jóvenes recién incorporados al plan universitario escuchaban deleitándose y sacando provecho de las enseñanzas de ese apasionante profesor de Historia antigua con aires de filósofo griego, hablando de mundos tan distantes en el tiempo que quién sabe si por pura casualidad habían franqueado la barrera de los tiempos allende a la gran hecatombe del año 2.130.

La cultura oculta en el silencio del baúl de los recuerdos revivía nuevamente en el espíritu de esos pocos jóvenes que fielmente seguían a su maestro. ¡0h, sí!... La historia tácticamente cubierta por el polvo del olvido resucitaba con un sello más de susurro que como realidad tangible.
Ferran Aisa-Pàmpols
 (Publicado en Ideas, n. 8 mayo-junio de 1981)



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